Lanzarote, la isla volcánica de César Manrique

Lanzarote es calma, escenarios inhóspitos, bosques de palmeras, calas salvajes, sol africano y lava gélida. Es también distancias cortas, agricultura y pesca, turismo, surf, arte. La isla de los ‘conejeros’, la más occidental de las siete canarias, pervive marcada por dos acontecimientos antagónicos pero a la postre relacionados.

Uno, catastrófico y crudo, vomitó piedras, escorias, cenizas y arena sobre la Vega de Timanfaya en el siglo XVIII; escupió de nuevo en 1824, año de la ‘tregua’ momentánea. Sus consecuencias permanecen inalterables, fácilmente visibles, en lo que hoy es un Parque Nacional Protegido de más de doscientos kilómetros cuadrados y un reclamo único para turistas y geólogos de todo el mundo.

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Jardín de Cactus diseñado por Cesar Manrique

El otro hecho que define lo que hoy es Lanzarote es el nacimiento de César Manrique (1919). Arrecifeño, pintor, escultor, arquitecto y naturalista, este hijo de Canarias embelleció durante los años sesenta la nueva identidad de la isla, que defendió hasta su muerte.

Junto a su nombre relucen los Jameos del Agua, el Mirador del Río o la actual sede de la Fundación que vive en su memoria (falleció en la rotonda próxima tras un accidente de coche en 1992). Manrique supo ver en viejas desgracias naturales síntomas de prosperidad geológica y focos de atención turística. El arte de la lava.

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Paseando por campos de lava en Lanzarote

Montañas de fuego en el Parque de Timanfaya

Más de una tercera parte de la isla emergida quedó sepultada por la acción de decenas de conos que componen actualmente uno de los entornos volcánicos más apreciados en todo el mundo.

Timanfaya, a caballo entre Yaiza y Tinajo, es el corazón convulso de Lanzarote. El rojo se mezcla con el negro y el azul en una composición más lunar que terrestre; los cráteres suben y bajan abiertos y aún imponentes. El Islote de Hilario, renombrado en honor de un legendario eremita local, está considerado el núcleo de todo, aunque el paisaje desprecia cualquier protagonismo individual.

La vegetación escasea, pero prospera. Al igual que la fauna, objeto de estudio y admiración científica. Conviven hornitos con cuevas y malpaíses sobre un suelo arcilloso e históricamente fértil.

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Viñedos cubiertos de ceniza en el valle de la Geria

Solo así puede explicarse el milagro de La Geria, región volcánica donde perduran viñas y frutales con espléndida estética, tal que un tributo de supeditación humana hacia la naturaleza. El vino es, en efecto, uno de los mejores agasajos de gastronomía isleña. Directo desde las entrañas y de vuelta hacia ellas.

Fuera del entorno céntrico que comparten Yaiza, Tinajo y Tías, el humilde Yé, en Haría, descubre el Volcán de la Corona, un cráter de 600 metros que también localiza las raíces volcánicas al norte de la isla. Contrasta de cerca el tipismo blanco y homogéneo de las casas bajas con el capricho accidentado de la naturaleza. En oposición a la ruta guiada (guagua, camello; en cualquier caso, recomendable) por Timanfaya, La Corona adquiere todos los méritos del libre albedrío durante su ascensión.

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El subsuelo ardiente de Timanfaya expulsa el agua a gran altura

No todas las cicatrices de la isla son tan visibles en cráteres, colores superficiales y depresiones extremas como las exhibidas en la zona del Golfo, los Hervideros y Timanfaya. Bajo el suelo, otro Lanzarote espera intacto el paso del tiempo. Viejas erupciones desprendidas desde La Corona conformaron un largo túnel subterráneo que discurre durante más de seis kilómetros hasta abrirse al mar.

Producto de alteraciones y desprendimientos casuales, los Jameos del Agua es una gruta interior de singular belleza, caracterizada por la existencia de un lago habitado por cangrejos ciegos, especie endémica y nunca antes conocida. Dentro del túnel volcánico, entre la oscuridad y la humedad, resplandecen en el fondo pequeños puntos blancos. En la Cueva de los Verdes, también admirable, brilla el color entre formaciones rocosas y galerías superpuestas.