Oporto sigue escapando de multitudes, rutas y recomendaciones. La segunda ciudad de Portugal (alrededor de 1,7 millones de habitantes) atardece desde hace años con igual y sensible nostalgia (‘saudade’) hacia un pasado esplendoroso. Las huellas del presente guían a través de grandes y elegantes calles que descienden hacia el Duero o transcurren en paralelo a su curso, enmarañando callejones estrechos y descubriendo rincones ocultos que mantienen palpitantes los genes originales de la ciudad. Pequeños bares, humildes peleterías, cocinas casi invisibles y vecinos silenciosos confeccionan un ecosistema especial, húmedo, relajado, acogedor.
Oporto pide ser recorrida a pie, aun a costa de algunos pronunciados desniveles. Entre los antiguos barrios de Boavista, el Centro, La Foz do Douro, Miragaia o La Ribeira, la curiosidad se diluye entre hábitos, necesidades y poderes autóctonos. Precisamente La Ribeira recuerda los límites impuestos por el Duero en su camino hacia el mar. Al otro lado de la orilla, Vila Nova de Gaia observa la presunción de colores desde una perspectiva envidiable. La iglesia de San Francisco, la Casa do Infante, viviendas protegidas, la ribera salvaje, puentes majestuosos, el agua omnipresente.
Cruzando puentes
El Duero desemboca en el Atlántico con natural condescendencia. El fin de un río grandioso no empaña su ostentosa presencia, combatida por el hombre con artificios de la ingeniería más desarrollada y también adulada como fuente de vida. Vila Nova de Gaia aguarda tranquila en la ribera sur del Duero, melancólica, a la sombra de Oporto. No obstante, una y otra respiran el mismo aire pegajoso y comparten vidas a diario. El Ponte Pênsil fue la primera solución que encontraron a uno y otro lado para unir asentamientos y actividades comerciales. Construido en 1843, metálico, enorme, hoy ya no queda nada pendiente. Solo es posible admirar fotografías y leer reseñas.
Años más tarde, en 1877, los habitantes de estas riberas del Duero admiraron la inauguración del Ponte Maria Pia, obra de Gustave Eiffel, que tanto rememora el tejido metálico de la mundialmente conocida torre parisina. Este cruce artificial está cerrado, pero permanece hierático y entero sobre el río. El Ponte Luis I (1886) es el paso habitual hacia Vila Nova. Desde su balcón abierto, Oporto aparece como un callejero seccionado y descubierto. São João, Infante Dom Henrique, Arrábida y Freixo completan las vías de tránsito para peatones, automóviles y trenes río arriba y río abajo.
Placer por el vino
El dulce jugo de uva que caracteriza esta región es producido y comercializado enfrente de Oporto. El rastro de las viñas, sin embargo, se pierde en la cuenca del Duero, tierra adentro (Mesão Frio). Vila Nova de Gaia presenta de entrada una postal pesquera y turística, confirmada en la sucesión de restaurantes y bares que recorren esta orilla plagada de botes, barcazas y veleros. Las sopas, el bacalao y el vino maridan en sabrosos platos y rutinas locales que aromatizan una atmósfera agradable e íntima. El escenario vinícola, no obstante, preside la estampa de la ciudad. La silueta de Sandeman es visible desde Oporto, así como lo es Calem, dos de las bodegas que más contribuyen a la fama mundial de este caldo azucarado y placentero.
Un escocés creó Sandeman en 1790 y un misterioso personaje con capa negra y sombrero español fomenta desde hace casi un siglo su pervivencia como marca. De igual forma, Calem (1859) abre las puertas de su bodega a visitantes ávidos de registros históricos y, especialmente, sorbos de graduación alcohólica. Vila Nova, al igual que Oporto, se establece sobre una pronunciada colina que adquiere perspectiva en lo alto, abriendo un amplio mirador que comunica con la parte superior del Ponte Luis I. Desde allí, Oporto queda expuesto junto a su vino y a su río.